La casa se levanta solitaria a la orilla del camino.
Vacía y muda de amor y palabras desde que se fueron los abuelos a dormir para siempre en la tierra bendita del cementerio.
Hoy está casi en ruinas, cerradas las ventanas y algunos cristales rotos por donde se cuela el viento.
En las habitaciones oscuras y vacías por donde jugando corríamos de niños. Quedo fría y triste la cocina grande donde antes siempre había risas y canciones, donde entre guisos se afanaba la abuela.
Geranios cuajados de flores en las ventanas, y al fondo, la larga mesa dispuesta con el mantel de los días de fiesta y la mejor vajilla esperando nuestra llegada.
Hasta las habitaciones ahora frías, vacías llegaba los olores de mi infancia, el olor a pan recién hecho, a café, a dulces, a manzanas, a los guisos mejores de la abuela. Hoy la humedad y el polvo son sus únicos dueños.
Quedaron vacíos los armarios, donde entre manojos de romero, guardaba la abuela su ropa, sus mejores manteles, las sábanas de hilo que bordara de joven con sus iniciales, y las del abuelo.
Corren hoy los ratones por la casa, la vieja y querida casa del pueblo. Negras arañas tejen incansables sus trampas por todos los rincones tratando de apresar todos los recuerdos de mi feliz infancia.